domingo, 6 de julio de 2014

Por una positividad realista... y un puntito desconfiada


El otro día escuché a Richard Vaughan diciendo en su emisora de radio que hay que ser positivos en la vida, que la negatividad es una apuesta segura para acabar formando parte del "club internacional de los fracasados". En EE.UU. están obsesionados con esta última palabra (loser): si no triunfas en la vida, la culpa siempre será tuya, en la estúpida creencia -híbrida de pasteleo new age y de psicología barata de escuela de negocios- de que cualquier sueño es posible si luchas duro por él.

Es cierto que tu visión del mundo depende en buena medida de la actitud con que lo observes. Pero, para empezar, hay que asumir -¡que no aceptar!- que la injusticia y la maldad estarán siempre entre nosotros. Ello no tiene por qué amargarnos una salida o una puesta de Sol, una mañana campestre de domingo, una agradable comida, un beso, un abrazo o una reparadora siesta. Es necesario asumirlo como hacemos con la inevitabilidad de la muerte o con la fuerza de la gravedad, para pisar suelo firme y no engañarnos tontamente. Lo siguiente es buscar espacios -los hay, y son numerosos- para disfrutar de lo mucho bueno que tiene la vida, procurando mantenernos apartados de las cosas y personas indeseables.

Por supuesto, al vivir en sociedad debemos aceptar un peaje inevitable: siempre nos encontraremos con personas desagradables porque hay ámbitos en los que no elegimos a los congéneres con los que tenemos que interactuar: escogemos por afinidad o simpatía a nuestros amigos reales o virtuales, pero no a nuestros vecinos, conciudadanos, compañeros de trabajo o usuarios simultáneos de la carretera. La convivencia con Homo sapiens -o con cualquier otro animal- nos obliga a ciertas prevenciones: debemos protegernos y eventualmente defendernos (preferiblemente, dentro de los cauces del Estado de derecho). Esto no es negatividad sino realismo. Si una gacela estima en algo su pellejo, no puede salir paseando tranquila y despreocupadamente por la sabana para disfrutar de la brisa. Como tampoco debería ninguno de nosotros atreverse a dar un paseo romántico nocturno por las calles de San Pedro Sula (Honduras). Y mucho menos alardear de su homosexualidad en público en Mosul, entre tanta gente piadosa.

El mundo está lleno de peligros: no solo por terremotos, maremotos, huracanes, aludes o el imponderable coco que te puede caer en la cabeza, sino sobre todo por la presencia de seres más o menos inteligentes (desde virus y bacterias hasta humanos pasando por viudas negras y cobras) que andan pululando por ahí. Esto es lo que hay, así que debemos actuar con inteligencia y prudencia. Si yo me hubiera fiado de todo quisque en el viaje en solitario que hice en el verano de 1990 en tren desde Madrid hasta Atenas (ida y vuelta), habría terminado literalmente desplumado y sodomizado (sin consentimiento). En ese viaje con Interrail por toda Europa, a mis 22 años, me topé con mucha buena gente pero también con auténticos tipejos que pudieron haberme arruinado la experiencia: desde el quinqui sevillano que iba camino de un centro de desintoxicación en Vitoria y le robó el equipaje a una turista francesa (ella lo descubrió pasmada ya en Hendaya; yo no perdí jamás de vista el mío, pese a la charla de buen rollito con el tipo) hasta el dueño del pub de Atenas que pretendió en vano tangarme en su local (valiéndose de los encantos de una joven compinche de buen ver) pasando por otros cafres del más variado pelaje.

Hace unos meses me sorprendió gratamente, leyendo el Diario de invierno de Paul Auster, una mención del escritor norteamericano a un útil consejo que le había dado su padre: "Conduce siempre a la defensiva; procede en el supuesto de que todos los que están en la carretera están locos y son idiotas; no des nada por sentado". ¡Ese es también mi lema, qué casualidad! Si te fías del prójimo en la carretera pensando que actuará racionalmente, date por muerto más temprano que tarde. Fuera de las carreteras es también recomendable una cierta dosis de desconfianza, siempre que esta no sea agresiva con los demás ni paralizante para quien desconfía (a veces no tenemos más remedio que fiarnos por adelantado, por ejemplo cuando nos encomendamos a un médico o apostamos por una relación amorosa). No se trata de prejuzgar a la gente, sino de actuar con prudencia y abrir las compuertas de tu confianza solo a quienes se hagan merecedores de ella o a quienes tu olfato o intuición te dicen que pueden serlo.

Constatar la estupidez e hijoputez humanas no tiene por qué llevarnos al cinismo ni está reñido con la felicidad y la alegría de vivir. Claro que es imposible no sentir pena e incluso una intensa rabia ante tanta injusticia y barbarie, ante la interminable sucesión de atrocidades cometidas por seres humanos (moneda corriente desde que el hombre es hombre, aunque afortunadamente cada vez menos frecuente). Claro que es imposible que no se te revuelva el estómago ante asesinatos como el de tres jóvenes israelíes a manos de escoria palestina o el de un joven palestino a manos de escoria israelí (escoria religiosa en ambos casos). O ante el impune maltrato generalizado de los animales y su brutal matanza a escala industrial. Pero las salidas y puestas de Sol seguirán ahí -para nosotros y para nuestros descendientes-, así como las mañanas campestres de domingo, las agradables comidas, los besos, los abrazos y las reparadoras siestas.

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