domingo, 12 de julio de 2015

Justicia y retribución en el Cosmos

Una de las cosas que más desasosiegan a un ser humano medianamente sensible (supongo que a toda inteligencia al menos equiparable, aquí en la Tierra como hipotéticamente fuera de ella) no es tanto la existencia del mal como la posible inexistencia de una justicia universal que retribuya de algún modo a aquél: mientras que el mal es algo constatable y omnipresente, no hay indicios razonables -los cuentos religiosos son un aparte- de que la Naturaleza se preocupe lo más mínimo al respecto. O sea, que no está escrito en el firmamento ni en los insondables espacios subatómicos que torturar y matar a una criatura inocente por pura diversión tenga un precio, más allá del legal y penitenciario si acaso es pillado al asesino (y si la víctima es también humana, no una vaquilla). Y no está claro que los responsables de Auschwitz, convertidos ya casi todos en polvo, hayan contraído alguna deuda con el Cosmos por ello. Dentro de miles de años nadie se acordará siquiera de esa infamia (ni de lo de Camboya, Guatemala, Ruanda, Srebrenica o Estado Islámico) y seguirá, como siempre, saliendo y poniéndose el Sol: ¿acaso se ha alterado el Universo por las inimaginables masacres cometidas por nuestra especie desde que andamos a dos patas?

La maldad parece haber sido incluso premiada por la selección natural por su utilidad para la supervivencia: la psicopatía en los humanos no es una patología sino una mera adaptación evolutiva. De hecho, somos hijos de la depredación: no estaríamos aquí si nuestros antepasados hubiesen sido veganos (el desarrollo de nuestro cerebro debe mucho a una dieta carnívora), animalistas y pacifistas. Pero la evolución también ha hecho que alberguemos en nuestro código genético sentimientos de empatía y conceptos como el de justicia. Parejos a este último se encuentran la indignación ante la injusticia y, para repararla, la inclinación al castigo o la venganza. Esto no parece exclusivo de la humanidad, ya que los etólogos aseguran que ocurre más o menos igual en el resto de los mamíferos. El deseo de venganza es algo muy natural, un intento de restablecer cierto orden en el mundo ante lo que se juzga como un inaceptable atropello a la justicia: desde la percepción de una falta de respeto, un agravio o un insulto a la dignidad personal o colectiva hasta una atrocidad en toda regla.

Claro que andaba en lo cierto Buda -quizá el mayor sabio de la Historia- al afirmar que la venganza es tóxica para quien la ejerce por cuanto supone de apego a lo que se odia. Desde luego que no puede ser sana, pero eso no quita que sea una forma reconfortante de retribución (¡si fuera posible preguntarle a este pobre toro embolado!). El budismo cree precisamente en una suerte de justicia cósmica en torno al concepto de karma, conforme al cual todo acto de un individuo genera consecuencias que van más allá de su vida en este mundo. Pero si no existiera el libre albedrío (y parece razonable que no haya tal cosa), nadie sería culpable de sus actos y sería tan absurda la búsqueda de venganza como la retribución kármica.

Que en una amalgama ordenada de polvo de estrellas (nuestro cuerpo y la mente que emerge de él) se hayan alumbrado sentimientos como el amor y la compasión es algo verdaderamente sublime, mucho más asombroso y conmovedor que cualquier cosmovisión religiosa. Y quizá ahí estribe la esperanza: en que la justicia y el bien imperen finalmente en el Cosmos porque una superinteligencia -fruto de la vida, a su vez producto de la evolución del Universo- acabe tomando sus riendas (de acuerdo a un esquema determinista, porque cumpla sin saberlo -como hacemos todo nosotros con nuestras vidas- un misterioso guion ya escrito con una finalidad desconocida y seguramente inimaginable).

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