jueves, 10 de septiembre de 2015

Superconciencia, ¿emergencia pendiente?

(tras otro agradable paseo campestre con el doctor Salvador Casado)

La conciencia, esa cosa tan íntima y familiar a la par que misteriosa, es -mejor dicho, parece ser- una propiedad emergente de la materia que mora en ámbitos etéreos. Inmaterial e inalienable, no puede percibirse más allá de los confines de su dueño e incluso es imposible saber con certeza si éste realmente la posee o no (no puede descartarse que todos menos tú sean zombis, meros autómatas sin vida interior). Además, ignoramos a partir de qué punto estamos en presencia de ella: ¿Hay conciencia en un embrión, en una comunidad bacteriana, en un árbol?, ¿y por qué no en un termostato o en la propia Biosfera autorregulada (la Gaia de James Lovelock)?...

El espacio y el tiempo probablemente sean también propiedades emergentes, de fundamento aún desconocido (ya sabemos que la masa lo es, fruto del acomplamiento con un campo de Higgs). Como lo son con certeza la vida, la economía, un huracán, una bandada de pájaros o un embotellamiento de tráfico. Los insospechados fenómenos emergentes de orden más elevado que estarían esperándonos en el futuro, si continúa nuestra línea evolutiva y no se trunca nuestro exponencial desarrollo científico y tecnológico, nos llenarían sin duda de asombro. ¿Por qué no podría la conciencia, llevada a cierto punto crítico (semejante a los 0º C en los que el hielo pasa a ser agua líquida o a los 100º en los que se vuelve gaseosa), ser generadora de otros ámbitos o reinos autónomos?

La conexión en red entre cerebros humanos e inteligencia artificial, en una especie de Superinternet biónica, alumbraría seguramente una singularidad tecnológica como la prevista por Ray Kurzweil. Se abriría con ello la válvula reductora cerebral que, según Henri Bergson, limita la cantidad de Realidad que entra en la conciencia: ésta se ensancharía, por tanto, de manera inimaginable. Tras la singularidad, ya nada sería igual. Incluso es muy probable que nuestras motivaciones -humanas y, por tanto, animales- ya no fuesen las mismas.

Quizá el futuro de la vida inteligente sea una amorfa nube consciente (como la novelada por Fred Hoyle en La nube negra), capaz de habitar en idílicas recreaciones virtuales donde no existe el sufrimiento o la maldad, donde todo es amor y compasión: en rincones del florido Multiverso que podríamos identificar con el Cielo o el Paraíso, lejos del Infierno (que debe existir ahí fuera en todas sus modalidades), de vulgares universos defectuosos como el nuestro y de la mera Nada* (que, según Robert Nozick, también tendría su hueco en el Multiverso).


*Nada en sentido estricto, no en la acepción de vacío cuántico que permea todo nuestro Universo.

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