martes, 13 de septiembre de 2011

Una explicación biológica del mal

Quienes buscan acercarse a la naturaleza del mal a través de la razón (no de la religión) cometen quizá el error de recurrir más a la Filosofía que a la Biología, una ciencia que podría aportar pistas más valiosas. Dicho de otro modo, puede ser más útil a este respecto leer a Darwin que a Savater (¡por no hablar de Santo Tomás de Aquino!).

La Biología nos dice que los seres vivos depredan en este planeta para obtener su sustento desde hace al menos unos 2.700 millones de años, cuando unas bacterias empezaron a fagocitar a otras al agotarse el caldo primigenio de moléculas que había en el mar. Hace más de 500 millones de años apareció el primer asesino macrófago: quizá un platelminto (gusano plano) marino que envenenó y digirió a alguna otra criatura marina. Así es la Naturaleza que conocemos, en la que no abunda la compasión y rige la ley del más fuerte o del más listo. O sea, el pez grande se come al pez chico. No debe ser muy diferente en otros lugares donde haya prendido la vida.

Lo que entendemos por mal es la depredación aplicada entre seres humanos, no tanto para sobrevivir como para disfrutar con el sometimiento o humillación de otros o saciar a su costa nuestro hambre de poder, sexo o dinero. Mal también sería la violencia ejercida contra los animales que hemos decidido convencionalmente excluir de nuestro círculo depredador, caso de las mascotas. Porque matar a palos a un galgo no cuenta con la misma consideración moral que decapitar a un cerdo en una matanza. Al igual que matar a un congénere no tiene la misma calificación moral que abatir a un ciervo en una montería. Esto es así puesto que la moral es una mera invención humana para su mejor autoconservación. Aunque disparar a un ciervo por entretenimiento no deja de ser un crimen monstruoso para un nivel alto de conciencia.

La raíz del mal habría que buscarla pues en nuestras profundidades genéticas, en la pasta de la que estamos hechos: el mal está ya latente en los primeros organismos vivos, programados para reproducirse a toda costa. No es culpa de la humanidad ni del resto de los seres vivos estar hechos de esa pasta, o que el agotamiento del caldo nutritivo primigenio llevase un día a las criaturas a la depredación: podríamos decir que allí radica el pecado original (justificado, por cierto, porque no les quedaba otra). Además, si la humanidad sobrevivió posteriormente como especie fue no solo por su faceta social cooperativa sino también por haber matado a diestro y siniestro a sus predadores, presas y competidores. Es innegable que la depredación siempre ha sido premiada evolutivamente.

Por tanto, detrás de un torturador, un violador o un asesino no solo hay un sádico, un estúpido, un inconsciente o un psicópata, sino millones de años de depredación y violencia. Es imposible desprenderse de ese componente depredador -¡hasta ahora tan funcional!-, incrustado en lo más profundo de nuestro ser. Que se manifieste en unos individuos más que en otros depende de su predisposición genética y de factores ambientales como el entorno familiar y social, su educación, su historia personal, etc. Por otra parte, es cierto que en nuestra herencia genética también anida el bien. Y que la compasión ha arraigado no solo en los humanos sino en otros seres vivos inteligentes. Está en nuestras manos cultivarla.

Por último, ¿por qué el mundo tendría que estar siempre regido por las leyes de la depredación? ¿Por qué no podríamos nosotros, con nuestra inteligencia, intentar cambiar sus reglas? Quizá alguna civilización extraterrestre mucho más inteligente ya lo haya hecho en su ámbito. Contra natura, por supuesto. Como debe ser.

No hay comentarios:

Archivo del blog