domingo, 6 de noviembre de 2011

Hacer o no hacer

"Esta mañana a las 9, al entrar a trabajar, vi como siempre al portero de la finca enfundado en su mono azul. Fregaba afanosamente el suelo de la entrada. Me hizo pensar en la futilidad de muchos trabajos, quizá de todos los trabajos (en general, de todas las cosas que hacemos). Las labores de limpieza son necesarias -aunque todo volverá pronto a estar sucio: el polvo no da tregua-, como también son necesarios el derecho procesal, la biblioteconomía, la programación informática y la fontanería, cuestiones que no por ello se me antojan menos fútiles, en el fondo, que el fregado de pisos. Tengo el pálpito de que quien ha dedicado buena parte de las horas de su vida a materias como ésa -o como la forja del acero, la retransmisión radiofónica de partidos de fútbol, la gestión de carteras de valores, el enlatado de sardinas en aceite, las encuestas por teléfono, la vigilancia nocturna de grandes almacenes, la presidencia de clubes de baloncesto, el amasado de escayola, la elaboración de tiramisúes para los clientes del restaurante, el sexado de pollos...- se ha perdido algo en el camino. O sea, que todos nos hemos perdido algo. Pero, ¿qué será eso que se nos ha pasado supuestamente por alto? Quizá todas esas cosas, con su mayor o menor utilidad (incluso las más inútiles, como apuntar la hora de paso de los trenes por las estaciones o hacer listados de lenguas extintas), informen una vida, le den su contenido: sin ellas, sólo existiría un terrible vacío. Pero las labores de un chapista, de un aparcacoches, de un gerente de producción, de un pintor de brocha gorda, de un portero de balonmano, de un sismólogo, ¿son realmente más importantes que la meditación en solitario a la sombra de un mango?..."

Pasaje de El último dodo (2010).

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