lunes, 17 de diciembre de 2012

La moneda, la cena y el abuelo



Ya no la tenía, la había perdido después de quince años de fiel custodia. Hacía apenas media hora que la había palpado, alojada en el bolsillo izquierdo de sus vaqueros, mientras paseaba por la playa. La moneda del abuelo estaba ahora confundida con la arena, quizá pronta a ser arrastrada por la marea para quedar a merced de los elementos hasta el final de los días del planeta, cuando este fuese devorado por el Sol. Desanduvo sus pasos angustiado, escrutando cada palmo de suelo con la remota esperanza de encontrarla, pero sus esfuerzos fueron en vano. Ahora tenía la certeza de que aquel pequeño trocito de metal con inscripciones se había apartado de él para siempre. Como lo hiciera su abuelo meses después de confiarle aquel objeto. “Conforme pase el tiempo la estimarás más valiosa. Un día se la darás a tu hijo y le contarás que era de su bisabuelo. Y me recordarás”. Ya no sería posible. Recorrió de nuevo toda la playa para acabar rendido a la pérdida. Entonces, sentado desolado sobre la menguante arena seca, con el Sol sumergiéndose en el horizonte marino, le llegó el olor a la cena. Miró a su casa, todavía perfilada sobre las rocas, donde debían estar sus padres, y pensó: "¿Perderé también este olor algún día?".

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El olor a aquella cena de su niñez ya lo había olvidado cuando se fue a vivir muchos años después a un país lejano. No era consciente de esa pérdida, puesto que ya se había borrado de su memoria aquella última tarde con la moneda de su abuelo en los bolsillos. La moneda debía yacer en el fondo del mar, roída por el óxido, a la deriva como todas las demás cosas materiales del mundo, huérfana de unos bolsillos ya inexistentes (los de su abuelo y los suyos de niño) ¿Y el olor de esa cena? También a la deriva, en este caso toda la eternidad, en el limbo de las cosas inmateriales que alguna vez se alumbraron fugazmente: junto al miedo de un hoplita griego, el sueño de una doncella babilonia o los acordes de la nana cantada a un bebé chino del siglo III. Un limbo al que un día se reintegrará, cuando él mismo ya no esté vivo, el recuerdo de su abuelo.

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