domingo, 30 de marzo de 2014

Mi tributo a Adolfo Suárez


Cuando murieron Manuel Fraga y Santiago Carrillo publiqué sendas entradas en este blog alusivas a mi breve encuentro en 2010 con ellos: fue una suerte haber tenido la oportunidad de conocer, gracias a mi trabajo en RTVE, a esos dos personajes que aún eran memoria viva de nuestra historia contemporánea. Por desgracia, no llegué a cruzarme nunca con Adolfo Suárez, así que nada tengo que contar de primera mano de nuestro primer presidente democrático después de Franco y principal artífice de la Transición (de Alfonso Guerra sí lo haré si se sube a la barca de Caronte antes que yo, lo que espero y deseo por razones que todo el mundo puede entender).

Lo cierto es que de alguna manera me siento en deuda con ese señor de Cebreros (Ávila), lo que podría parecer una sandez pero no lo es, tal como pretendo demostrar en las próximas líneas. Lo que logró Suárez, con el apoyo de gente de dentro y fuera del régimen, fue algo titánico: traer la democracia a un país azotado por la crisis económica, el terrorismo etarra y la agitación de la ultraderecha, con un Ejército franquista irreductible y una sociedad muy alejada cultural y socialmente de su entorno europeo (el llamado franquismo sociológico). Porque, no nos engañemos: los progres eran una minoría de gente de clase media y media-alta en un país con un montón de cenutrios como el que despedía a Franco en la foto de abajo.

Un obrero despide a Franco en su capilla ardiente (1975).

Suárez era un hombre honrado y digno. Los testimonios de quienes le conocieron desde pequeño -los que han salido en la tele y también los procedentes de gente (como mi compañero abulense Gonzalo Caretti) con algún familiar o amigo que llegó a tratarle- concuerdan en que era un buen tipo. Una persona de buena pasta ya lo es desde niño: quienes de chiquillos matan a pedradas a perros suelen ser casi siempre unos hijos de puta en su adultez. La bonhomía no es habitual en las personas instaladas en las altas esferas políticas y económicas, ya que esa condición es un obstáculo para trepar y suele haber una selección negativa de la hijoputez (quien tiene escrúpulos parte con una clara desventaja).

Pero gracias a su profesionalidad, su encanto personal y sus extraordinarias habilidades sociales (y, como en todo, a la suerte), Suárez consiguió llegar arriba del todo en un momento clave de la historia de España. Aunque venía del franquismo, su perfil político era en realidad lo más cercano a un socialdemócrata. Desde que fue elegido presidente por el Rey en 1976, impulsó la reforma política democratizadora (desmontando desde dentro el régimen franquista), legalizó los partidos políticos (inclusive el PCE, medio engañando a los militares, en la Semana Santa de 1977), devolvió la autonomía a Cataluña y Euskadi, abrió el camino a una Constitución de consenso, forjó los Pactos de La Moncloa para capear la crisis, llevó a cabo una reforma fiscal, inició la senda para legalizar el divorcio, escuchó siempre con respeto a todos... La democracia, la reconciliación y la paz no eran cosas triviales en un país cuyos mayores todavía tenían fresco el recuerdo de los bombardeos y atrocidades de la Guerra Civil y de la terrible represión que le sucedió (mi abuelo materno fue arrancado de Canarias y llevado a la gélida sierra turolense de Albarracín a combatir presuntamente "por Dios y por España").

En menos de un lustro, Suárez se ganó la inquina de la extrema derecha, el machaque inclemente del PSOE de Felipe González y las puñaladas traperas dentro de su heterogénea UCD, además de perder la confianza del propio Rey (quien, según Javier Cercas y hoy mismo Pilar Urbano, dio alas al golpe del 23-F con su actitud y sus comentarios irresponsables a altos mandos del Ejército). Abandonado por casi todos, el político abulense se vio obligado a dimitir a principios de 1981. En las elecciones de 1982 sacó solo dos escaños con su nuevo partido: el CDS. Cuatro años después, el CDS se disparaba hasta los 19 escaños. Yo no le voté (en 1986, con 18 años cumplidos, debuté en las urnas con el referéndum sobre la OTAN y las elecciones generales que volvieron a dar mayoría absoluta al PSOE), pero sé de amigos progresistas de mi edad que sí lo hicieron: todavía estaba muy reciente su imagen sentado en el Congreso -al igual que el vicepresidente Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo- al irrumpir el 23-F de 1981 pistola en mano ese grotesco personaje decimonónico de apellido Tejero, símbolo de la España más impresentable, oscura y apestosa.

Pese al esperanzador repunte del CDS, la suerte política de Suárez estaba echada por la consolidación del bipartidismo en nuestro mapa político. En 1991, tras un nuevo revés electoral, dimitió como presidente del partido. Años más tarde, retirado de la política, comenzó todo un calvario familiar con la enfermedad y fallecimiento de su esposa Amparo (2001) y de su hija mayor Mariam (2004), que acaso precipitaron su caída en el pozo negro del Alzheimer. Qué trágico destino el de un presidente que estaba llamado a olvidarse de quién había sido en la historia de España. Que ya no reconocía ni al Rey, a quien le preguntó "¿Y tú quién eres?" cuando éste le fue a visitar en 2008 en un estado avanzado de su enfermedad neurológica.

El propio Carrillo y su mujer Carmen Menéndez nos expresaron a Lola Funchal y a mí, en el encuentro que tuvimos hace cuatro años en su humilde piso de Madrid, su gran aprecio al matrimonio Suárez y su familia, con quienes confesaban haber tenido una sincera amistad. Por eso resulta tan chocante que ahora salga tanto progre relativizando e incluso burlándose tan injustamente (es el caso de los cretinos de la Revista Mongolia) de su figura. No lo olvidemos nunca: Adolfo Suárez ha sido el único presidente de la democracia que ha salido de La Moncloa menos rico de lo que entró. Y tras su etapa como presidente nunca calentó el asiento de un consejo de administración (esa sinecura tan deseada por nuestros políticos cuando abandonan su servicio público). Él no tiene la culpa de que ahora tanto cabrón oportunista intente capitalizar políticamente su figura (habría que recordarle a Rouco Varela, que oficiará el funeral de Estado de mañana lunes, que la ley del divorcio empezó a gestarse en el Gobierno de quien ahora reposa para siempre -por voluntad propia- dentro de una catedral). En fin, que ya he saldado mi deuda como ciudadano agradecido. Aunque a Suárez no le llegará, yo he cumplido con lo que sentía como una obligación moral.

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