miércoles, 11 de febrero de 2015

Endosimbiosis: de aquellos polvos, estos lodos mitocondriales

Hace unos 1.500 millones de años, aquí en la Tierra, se produjo un evento aparentemente trivial (entonces no había inteligencia alguna conocida para observarlo y juzgarlo) cuyas consecuencias se proyectan hasta nuestros días no solo felizmente (¡no estaríamos aquí para contarlo!) sino también de manera trágica. Lo que ocurrió fue que una célula eucariota (con núcleo) engulló a una bacteria con capacidad de hacer la fotosíntesis en un episodio acuñado por la bióloga Lynn Margulis (esposa de Carl Sagan) como endosimbiosis. La bacteria engullida no fue destruida y siguió viviendo dentro de la célula eucariota, con la que estableció una relación mutuamente beneficiosa al convertirse en su central energética y tener en ella una morada más segura (gracias a la muralla de las paredes celulares).

Las mitocondrias de nuestras células, que atesoran el único ADN que está fuera de los núcleos (y que heredamos de nuestras madres, al estar dentro del óvulo fecundado), son vivo testimonio de aquel remotísimo episodio endosimbiótico. La cara trágica de ese suceso son las enfermedades mitocondriales, causadas por errores en su ADN: se trata de patologías muy graves (daños cerebrales, cardíacos, hepáticos, etc.), cuyos pacientes no suelen superar el año de vida.

Hace unos días se autorizó precisamente en el Parlamento británico el uso de una técnica de manipulación genética que permitirá erradicar todas las enfermedades mitocondriales (no la curación de quienes ya las sufren, sino su evitación en futuras concepciones). Consiste en extraer el núcleo del óvulo de una mujer donante para insertar en su lugar el de un óvulo de la madre (que se fertiliza posteriormente con un espermatozoide del padre y se implanta en su útero), con lo que se elimina por completo el ADN mitocondrial defectuoso (¡las mitocondrias ya no son las de la madre principal!). Hablar de tres padres resulta muy exagerado, puesto que el ADN mitocondrial de la segunda madre representa muy poco para el futuro bebé (solo el 0,18% del total de su genoma o mapa genético) y no tiene un reflejo fenotípico: no se traduce en rasgos externos o internos como la altura, el color de los ojos, la apacibilidad de carácter, el tipo sanguíneo o la pigmentación de la piel.

Así pues, no hay objeción razonable alguna -las de religiosos ignorantes no son, por supuesto, razonables- a este avance científico que promete reducir el sufrimiento causado por las ciegas mutaciones genéticas a las que, por otra parte, también debemos nuestra existencia.

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